Iglesia y la Vida Cultural en el Occidente Germanico

La regla de San Benito: 

 Capítulo XLVIII: 

 La ociosidad es enemiga del alma, y por esto, a tiempos deben ocuparse los monjes en la labor de manos, y a tiempos en la lectura de cosas santas. Por tanto, juzgamos del caso arreglar estos dos tiempos de la manera siguiente: Desde Pascua hasta el catorce de septiembre, saliendo de Prima trabajarán desde la primera hora del día hasta cerca de la hora cuarta en lo que sea necesario. Desde la hora cuarta hasta cerca de la sexta se ocuparán en la lección. Después de sexta, en levantándose de la mesa, descansarán en sus camas, guardando un sumo silencio,  y si alguno quisiere leer, lea de modo que no inquiete a otro. Dígase la Nona más temprano, esto es, en el promedio de la hora octava, y volverán otra vez a trabajar hasta la hora de Vísperas. Si la situación o pobreza del monasterio les obligase a coger por sí las mieses, no se contristen, porque entonces serán verdaderamente monjes si vivieren del trabajo de sus manos, como nuestros Padres y los Apóstoles: pero hágase todo con moderación por los de poca robustez. 

 Desde primero de octubre hasta primero de Cuaresma se ocuparán los monjes en leer hasta el fin de la segunda hora: entonces se dirá Tercia y después trabajarán todos en lo que se les mandare hasta la hora de Nona. En oyendo la primera señal para Nona, dejará cada uno su labor, y estarán prontos para cuando se haga la segunda señal. Después de comer se ocuparán de leer, o estudiar salmos. En los días de cuaresma, desde por la mañana hasta el fín de la hora Tercia, será la lectura su única ocupación, y trabajarán después hasta la décima hora en lo que se les mandare. Al principio de Cuaresma se dará a cada monje un libro de la biblioteca, el cual han de leer por orden y enteramente. 

 Capítulo LIII: 

 Recíbase a cuantos huéspedes llegaren al monasterio como al mismo Cristo en persona, pues El ha de decir algún día: «Huésped fuí, y me recibisteis». Dese a todos el honor correspondiente, en especial a los que están unidos con nosotros con los lazos de una misma fe y a los peregrinos (…) Lleven a los huéspedes a orar luego que les reciban, y después se sentará con ellos el prelado o aquel a quien éste mandare. Léase en presencia del huésped la palabra de Dios para que se edifique, y se le tratará después con el mayor agasajo (…) Póngase sobre todo el mayor cuidado en el recibimiento de pobres y peregrinos, porque en éstos se recibe a Jesucristo más particularmente que en los demás, porque los ricos y poderosos bastante recomendación se atraen con su soberanía para que se les dé el honor que les es debido.  Haya cocina separada para el abad y huéspedes, porque como llegan a éstos a todas horas y nunca faltan en los monasterios, no perturben a los monjes. Se encargará todos los años el cuidado de esta cocina a dos monjes que desempeñen bien este oficio. 

Regla de San Benito, Ed. Abadía de Santo Domingo de Silos, 1980. Recoge M.A. LADERO, «Historia Univerasl de la Edad Media», Barcelona, 1987, pp. 144-145. 

Los reyes y la autoridad real según San Isidoro: 

 Cuando los reyes son buenos, ello se debe al favor de Dios; pero cuando son malos, al crimen del pueblo. Como atestigua Job, la vida de los dirigentes responde a los merecimientos de la plebe: «El hizo que reinase un hipócrita a causa de los pecados del pueblo». Porque, al enojarse Dios, los pueblos reciben el rector que merecen sus pecados. A veces hasta los reyes mudan de conducta a causa de las maldades del pueblo, y los que antes parecían ser buenos, al subir al trono, se hacen inicuos. 

 El que usa debidamente de la autoridad real de tal modo debe aventajar a todos que, cuando más brilla porla excelencia del honor, tanto más se humille interiormente, tomando por modelo la humildad de David, que no se envaneció de sus méritos, sino que, rebajándose con modestia, dijo :»Danzaré en medio del desprecio y aún más vil quiero aparecer delante de Dios, que me eligió». 

 El que usa rectamente de la autoridad real, establece la norma de justicia con los hechos más que con las palabras. A éste no le exalta ninguna prosperidad ni le abate adversidad alguna, no descansa en sus propias fuerzas ni su corazón se aparta de Dios; en la cúspide del poder preside con ánimo humilde, no le complace la iniquidad ni le inflama la pasión, hace rico al pobre sin defraudar a nadie y a menudo condena con misericordiosa clemencia cuanto legítimo derecho podría exigir al pueblo. 

 Dios concedió a los príncipes la soberanía para el gobierno de los pueblos, quiso que ellos estuvieran al frente de quienes comparten su misma suerte de nacer y morir. Por tanto, el principado debe favorecer a los pueblos y no perjudicarles; no oprimirles con tiranía, sino velar por ellos siendo condescendientes, a fin de que este su distintivo del poder sea verdaderamente útil y empleen el don de Dios para proteger a los miembros de Cristo. Cierto que miembros de Cristo son los pueblos fieles, a los que, en tanto les gobiernan de excelente manera con el poder que recibieron, devuelven a Dios, que se lo concedió, un servicio ciertamente útil. 

SAN ISIDORO, «Sentencias», 1.3, c.48-49. Ed. y trad. J. Campos e I. Roca, «San Leandro, San Fructuoso, San Isidoro», B.A.C., 321, Madrid, 1971, pp. 495-497. 

Sobre el adopcionismo en la Carta de Adriano del 793: 

 Reunida con falsos argumentos la materia de la causal perfidia, entre otras cosas dignas de reprobarse, acerca de la adopción de Jesucristo Hijo de Dios según la carne, leíanse allí montones de pérfidas palabras de pluma descompuesta. Esto jamás lo creyó la Iglesia Católica, jamás lo enseñó, jamás a los que malamente lo creyeron, les dió asenso (…) 

 Impíose ingratos a tantos beneficios, no os horrorizáis de murmurar con venenosas fauces que nuestro Libertador es hijo adoptivo, como si fuera un puro hombre, sujeto a la humana miseria, y, lo que da vergüenza decir que es siervo (…) ¿Cómo no teméis, quejumbrosos detractores, odiosos a Dios, llamar siervo a Aquel que os libertó de la esclavitud del demonio? (…) Porque si bien a la sombra de la profecía fue llamado «siervo» por la condición de la forma servil que tomó de la Virgen (…), esto nosotros (…) lo entendemos como dicho, según la historia, del santo Job, y alegoricamente, de Cristo. 

E. DENZINGER, «El magisterio de la Iglesia», Barcelona, 1955, pp. 114. 

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